miércoles, 18 de marzo de 2015

EL EMPEÑO POR EL DESEMPEÑO






¿Cuántas personas con talento hay en la empresa?
¿Quién debe ocupar este puesto?
¿Cómo debemos enfocar la política retributiva en función del talento?
¿Realmente existe compromiso por parte de las personas de esta empresa?
¿Quiénes son las personas con mejor desempeño en la empresa?
¿…

La lista podría resultar interminable, pero la respuesta a todas ellas, de momento es sólo una: evaluación del desempeño.

Sin embargo, la cuestión no es tan simple. Nadie parece estar del todo satisfecho con la respuesta o, al menos, con cómo se articula. La evaluación del desempeño de las personas en una empresa es necesaria, hasta ahí, todos de acuerdo. La cuestión se complica cuando entramos en cómo y para qué se realiza esa evaluación.

La evaluación del desempeño presenta tantas variantes como alternativas ante una heladería italiana que se precie, pero en la gran mayoría el asunto versa sobre la opinión que debe dar un mando, gerente o directivo sobre la calidad del trabajo que desempeña un empleado. Hablamos de opinión, pero ¿qué debemos entender por opinión? Si esta estimación se realiza sobre el trabajo de los últimos doce meses, por ejemplo; ¿qué veracidad tiene esa opinión?, ¿sobre que datos de campo se asienta? ¿tiene comprobación empírica?, ¿existen unos criterios fundamentados? Demasiadas interrogantes para acabar en algo realmente objetivo.
Ante ello, la primera reacción es consensuar el veredicto, léase calificación, con el empleado en cuestión. Es decir, que este confirme “la opinión”. Si el mando aplicó criterios exigentes, es muy posible que esa negociación sea aún más compleja que una cumbre palestino – israelí. Si por el contrario los estándares no están bien definidos, la conclusión puede ser incierta cuando no bondadosa por aquello de no herir susceptibilidades. En cualquier caso, una evaluación enfocada desde la perspectiva de un acuerdo entre evaluador y evaluado nunca deja contentas a ninguna de las partes.
Otra variante consiste en cargar el peso del proceso sobre el objeto de evaluación, es decir el empleado. La autoevaluación exige unos niveles de metacognición, espíritu crítico y, en definitiva, objetividad difíciles de alcanzar. De hecho, muy probablemente, quien los alcance no necesitaría tal evaluación al encontrarse por encima de la media. Y si hablamos de esa media, nos encontramos con un buen número de personas mediocres que son incapaces de llegar a conclusiones acertadas y, menos aún, sacar provecho de ellas. Al hilo de ello, siempre recuerdo la afirmación de Kruger y Dunning en su ya clásico “Unskilled and Unaware of It: How Difficulties in Recognizing One’s Own Incompetence Lead to Inflated Self-Assessments” :  (estas personas) no sólo arriban a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su ineptitud los priva de la capacidad para darse cuenta de ello. Se quedan con la impresión equivocada de que están haciendo las cosas bien.
Pero un proceso de autoevaluación también afecta peligrosamente a quienes podemos considerar personas con un normal o buen nivel de desempeño al pesar sobre ellos lo que denominamos el síndrome del mono que no es otra cosa que una creciente incertidumbre sobre las consecuencias que depare su juicio en términos de posiciones. En otras palabras, el autoevaluado tiende a perder objetividad en su juicio valorando al alza por miedo a ser posicionado en una escala de desempeño que, a su juicio, no le corresponde. Cuanto más bajo es su desempeño real, mayor inexactitud se produce en la valoración.
Evidentemente, queda mucho camino por recorrer en el cómo de la evaluación del desempeño, pero una cosa es cierta: si no se establece una cultura de evaluación normalizada, basada en criterios que ayuden y orienten, con cuantificaciones eficaces y restringidas, orientada a la mejora en el amplio sentido del término y plural en sus herramientas de aplicación, resultará difícil que llegue a servir realmente para algo útil.
En este sentido, la llegada de alternativas como el PBE – Problem Based Evaluation abren nuevas posibilidades al proceso de evaluación al establecer contextos operativos más veraces y colaborativos entre las partes implicadas.

Una cosa es el cómo y otra muy distinta es el para qué. Llegados a este punto, quien más, quien menos diría aquello de blanco y en botella. Pero la realidad parece obcecarse en demostrar lo contrario.
De partida, en términos universales, la evaluación no tiene como objetivo la medición y veredicto como algunos insisten en defender. Un proceso de evaluación sólo puede un único objetivo final: mejorar.
El término “mejorar” puede reunir múltiples acepciones, pero en el contexto de la empresa, sólo existen dos posibles lecturas: trabajo y remuneración. Trabajo entendido en términos de procesos y resultados. Remuneración entendida no como compensación a los inconvenientes causados al empleado sino como reconocimiento a su bien hacer y, en definitiva, a la parte que le corresponde sobre el beneficio obtenido.
La posibilidad de establecer una relación inequívoca entre competencias y procesos pasa por definir previamente los mapas de la empresa. Si no hay una definición clara del Mapa de Valor y su correspondencia en el Mapa de Talento de una empresa, es difícil que se pueda llegar a alguna conclusión útil de una evaluación de desempeño en términos de mejora del trabajo individual y colectivo.
En lo que a la remuneración se refiere, nadie pone en duda que debe existir un mecanismo de evaluación de desempeño que ayude a garantizar la equidad en política salarial. Sin embargo, surgen algunas cuestiones…

¿Realmente se utiliza la evaluación del desempeño para aplicar decisiones sobre el paquete salarial en su conjunto?

¿No puede restar honestidad a la evaluación su estrecha relación con la remuneración?

A la primera cuestión, cada empresa deberá responder con la mayor sinceridad posible. Siempre y cuando contemple alternativas de recompensa total en sus políticas evitando ese curioso dicho anglosajón: If you pay peanuts, you get monkeys o lo que es lo mismo, donde las dan, las toman.
La segunda cuestión resulta más compleja, pero no existe duda: si existe una estrecha relación entre el nivel de desempeño y el aumento salarial, corremos el peligro de perder objetividad en los juicios de valor al entrar en juego las variantes de honestidad y generosidad. Ante esto sólo podemos asegurar, una vez más, criterios inequívocos, adición de otras variables no necesariamente ligadas al desempeño y una clara expresión de lo que se espera de cada persona. Por supuesto, esto choca con un incremento del insumo en términos de tiempo, pero siempre estará justificado cuando el resultado final es la mejora y la seguridad de posiciones de equidad.

Todas estas reflexiones y algunas más fueron las que se tuvieron en cuenta a la hora de diseñar Tales, un sistema de Gestión Integral del Talento centrado, por supuesto, en las personas, su talento en términos de competencias, las consecuencias de todo ello en términos de remuneración, pero sobre todo, la necesidad de que ese talento genere valor alineándolo con los objetivos de la empresa para asegurar su consecución.

Tales no es la solución definitiva, pero sí es un paso adelante en la búsqueda de un sistema más eficaz y justo de abordar el talento de las personas en términos de valor.

                            JOSEP CAPELL & JOSE LUIS MONTERO

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