Vivimos tiempos en los que el significado y la construcción de conocimiento pasa por una de sus horas más bajas aunque aparentemente la exposición al desbordamiento tecnológico debiera haber producido el efecto contrario. Sin embargo, nunca antes había sido tan sencillo desvirtuar la realidad y además hacerlo de forma totalmente convincente para aquellos que supuestamente somos protagonistas de la misma.
En estos tiempos,
las palabras pierden su significado y precisión semántica para convertirse en
simples argucias y retruécanos retóricos. “Hay muchos que siendo pobres merecen
ser ricos, y los hay que siendo ricos merecen ser pobres” decía Quevedo. Ahora
podríamos decir que “hay muchos que siendo inteligentes merecen demostrarlo, y
los hay que siendo tontos merecen decirles que ya lo han demostrado”.
El término Gestión
del Talento, sin llegar a ser trending topic, alcanzó cierta popularidad al
igual que aquel otro de Gestión del Conocimiento aunque, por supuesto, sin
llegar a los grados desbocados de la Innovación
y toda la parafernalia de grandes dones, bendiciones y beneficios que
estaba llamada a generar. Después llegó Lehman Brothers, el outlet del
ladrillo, Rinconete y Cortadillo y el enigma de las tarjetas opacas, el milagro
de los peces y panes en tropecientos mil ayuntamientos y todas esas cosas que
nos han convertido en un país de humillados. Y la pregunta que algunos nos
hacemos es: ¿dónde quedó el Talento y el Conocimiento? Por la Innovación y el
famoso Emprendimiento ni preguntamos.
Si hay que hacer
caso al sentido común que nos dice que el talento reside en las personas,
entonces tenemos cinco millones de talentos en standby y mas de quince millones
sufriendo las desigualdades del talento.
Dicen que somos un país talentoso, pese a lo
mal que suena. Poseemos talento, hasta el punto de que cogemos un palo y
hacemos maravillas tales como el chupa chups o la fregona. Somos tan talentosos
que algunos comenzaban a hablar de la necesidad de Gestionar el Talento para
evitar su desperdicio. De hecho, algunas de nuestras empresas bandera
comenzaron a incorporar a
responsables de la Gestión del Talento Corporativo a sus staff directivos.
Hasta conozco alguna que contrató a sesudos catedráticos de renombradas
universidades, americanas por supuesto, para diseñar, articular y lanzar sus
programas de talento a cambio de honorarios propios de crack balompédico.
La pregunta que
continuamos haciéndonos algunos es la de
dónde ha quedado el talento o, mejor dicho, a dónde ha escapado tanto talento.
Cierto es que el
actual gobierno ha mostrado un desinterés, por no decir hastió, hacia el
“talento aplicado” recortando
de aquí, allá y acullá en aras de la contención del gasto y la lógica de la
razón practica. Cierto es que se cuentan por cientos los proyectos de investigación
suspendidos sine die. No menos cierto es la precaria situación del CSIC a punto
de convertirse en el Titanic de la ciencia y la investigación española. Cientos
son también los investigadores honrados, tenaces y capaces que hacen sus
maletas para marchar con su talento a otros lares donde sean más recocidos y,
en consecuencia, contratados. Ciertamente, hemos pasado de ser un país
talentoso a uno en el que el talento merece tanto respeto como un violador a la
puerta de un convento, de clausura por supuesto.
Pero no dejemos que
la realidad nos haga olvidar el pasado inmediato, error que siempre conduce a
una distorsión de los hechos y, en consecuencia, a un erróneo diagnóstico y lo
que es peor, a una fatal terapia.
¿Éramos realmente
un país talentoso?
¿Gestionábamos
tanto talento eficazmente?
El pasado inmediato
parece afirmar lo contrario…
La cuestión no es
si era suficiente el nivel de inversión en investigación y desarrollo. La
cuestión no es si desplegábamos suficientes políticas de estimulación del
talento y construcción de conocimiento. La cuestión es otra muy distinta:
¿realmente creíamos en el talento?
Ciertamente,
contábamos con brillantes investigadores que desarrollaban proyectos
esperanzadores. Pero no debemos olvidar que por cada euro que dedicábamos a
estos, entregábamos cinco a diletantes empeñados en producir “papeles” sobre
las cuestiones más inverosímiles cuya finalidad era “publicar” y engordar así
el índice de la universidad en cuestión. Pero las publicaciones, por mucho que
se empeñen algunos ceñudos y excelsos próceres del conocimiento en España, no
produce necesariamente conocimiento y menos aún valor efectivo para la
sociedad. Llegados a este punto, los interesados acostumbran a argumentar que
las principales instituciones científicas a nivel mundial utilizan el índice de
publicaciones para medir la construcción de conocimiento y avance científico.
Cierto es aunque no añaden que dicho uso viene avalado por resultados reales
cuantificados que relacionan proporcionalmente el número de publicaciones y
citas con hallazgos y avances conseguidos así como con sus posibles
reconocimientos. Veamos, los países europeos más “avanzados”, léase que gestionan adecuadamente el talento de
sus ciudadanos, consiguen un nobel por cada 250.000 trabajos publicados.
Estados Unidos tan sólo necesita 85.000 y si hablamos de instituciones como el
MIT la cifra se queda en 12.000. Para el caso español no contamos con
referencias como pueden suponer, pero si de algo sirve la comparación, Italia
necesita en torno a 800.000 publicaciones. Como es fácilmente comprensible, la
cuestión no es poner corredores en la competición sino asegurarse de que
alcanzan la meta. Si además abrimos las puertas de la inscripción a cualquiera
y encima la subvencionamos, pues, pasa lo que pasa. Pueden encontrarse a un
individuo con dos años de vacaciones pagadas en el Japón de los japoneses para
investigar los efectos del ajo en los lectores de Gustavo Adolfo Bécquer o bien
un proyecto para estudiar las posibilidades de cultivo de la naranja tibetana
en la huerta valenciana.
Vivimos en un país
en el que los centros del saber parecen
pertenecer a una entelequia metafísica más allá del bien y del mal o lo que es
lo mismo, ajenas a algo tan rudimentario en toda actividad humana como es la
productividad, es decir la razón de ser de todo esfuerzo. El ranking de
Shanghái, quizás el más reconocido mundialmente, incluye a 11 universidades
españolas en sus listas de productividad, pero desgraciadamente todas ellas se
sitúan a partir del puesto 200.
Si fuéramos
políticos concluiríamos con aquello de “tenemos que felicitarnos, existe margen
de mejora”. Pero como no lo somos, simplemente afirmamos que no hemos sabido
gestionar el talento de un país supuestamente talentoso, más bien hemos gestionado
la Indigestión del Talento.
Pero no seamos
parciales en nuestros juicios de valor. Ni los políticos, ni las universidades
son los únicos protagonistas de este melodrama galdosiano. ¿Qué han hecho las
empresas españolas por el talento, la construcción de conocimiento, la
investigación y la innovación? Salvo contadas excepciones, poco o nada. Y lo
que es peor, muchas de ellas han recibido ingentes subvenciones para el
desarrollo de proyectos que resultaban inviables cuando no descabellados. Sin
hablar de las continuas convocatorias de ayudas que han acabado en papeles,
papeles y más papeles. La construcción de conocimiento como expresión del
talento se basa en la existencia de una necesidad, una demanda sentida no sólo
por aquellos que deben protagonizarlo o quienes deben facilitar los medios,
sino sobre todo por aquellos que deben ser sus últimos destinatarios, los
“aplicadores” de ese conocimiento a contextos productivos y de valor. Tal
demanda no ha existido aunque no podía ser de otra forma en un modelo económico
basado en el monocultivo y el ansia cortoplacista.
Dicen que el error
es el camino hacia el éxito. Mucho me temo que en nuestro caso es el umbral del
fracaso y, mientras que en el primero hay oportunidad de aprender, en éste sólo
subsiste la decepción. Lejos de concentrar nuestros esfuerzos en rearmar
nuestro talento para los nuevos retos que nos aguardan, dedicamos gran parte de
nuestras escasos recursos en reafirmar nuestra vocación por el negocio fácil,
la especialización ramplona y, de paso, continuar manteniendo las apariencias
que ya no convencen a nadie. Al final va a resultar cierto aquello de “sol y
playa” aunque sea de chancleta y litrona.
Somos un país con
talento, entre otras cosas porque allí donde haya personas existe talento. Somos
un país creativo porque donde haya personas hay creatividad. Somos un país de
posibles aunque nos empeñamos en afiliarnos al probable. Pero somos también un
país que necesita tener un futuro, creer que lo tiene, confiar en que puede
alcanzarlo y , sobre todo, convencernos y aceptar que todo ello pasa
irremediablemente por el esfuerzo, la constancia y la confianza en las personas
o lo que es lo mismo, en nuestro talento.
JOSE LUIS MONTERO
Brillante como siempre José Luis¡¡¡
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Gracias Fernando
ResponderEliminarBueno, brillante no es la palabra, más bien realista
Cuidate
Hoy me pillas un poco "cruzao", así que, estando totalmente de acuerdo contigo, añadiré que esta banda de mafiosos que nos gobierna nunca ha estado más lejos de gestionar el talento que ahora. Bueno, sí, cuando nos encomienda a la virgen de turno para que nos arregle la sanidad. O cuando le conviene la exaltación patriotera de turno. Entonces sí que destilamos talento por todos los poros.
ResponderEliminarEn fin...
Un abrazo.